LVIII

Todos y cada uno de los seres y cosas de este mundo guardan un secreto, son un enigma a resolver, tienen una lección que ofrecernos, una enseñanza que comunicar, regalo o maldición, según los casos. Es necesario prestar atención y aceptar el desafío. De los insectos deberíamos aprender, al menos, que la fase adulta es sólo la imagen, la imago, de algo mucho más importante, la fase larvaria; el adulto sólo vale en cuanto medio de reproducción y transmisión de un conocimiento, un aprendizaje previo, cúmulo de experiencias que ya no tiene y que sólo transmite a otro, es el momento del relevo, de pasar el testigo. La larva es el verdadero sujeto de la experiencia, la infancia como núcleo determinante de la vida, fase esencial, experimentum crucis; el adulto como mucho representa la fase terminal, quizá cierto acabamiento, la epifanía antes de desaparecer. El gran capricornio (Cerambyx cerdo) agita sus poderosas antenas negras en las ramas del romero, que apenas aguanta su peso. Tiene poco tiempo. Dado que en la fase adulta no come, apenas chupa resinas de los árboles y adquiere cierto gusto refinado por la fruta madura, sólo dura unos pocos días o semanas. Es suficiente. Tiene toda una vida de 3 o 4 años por detrás en forma de larva; ha visto todo lo que tenía que ver, ha hecho todo lo que tenía que hacer. No quiere vivir recordando; llega el momento de la despedida, de la reproducción. Por el momento, desciende pesadamente hasta el suelo; se posa en una piedra. No tiene prisa. Tiene el mundo a sus pies. Una mano procedente de un mundo que el gran capricornio ni puede imaginar, a otra escala de realidad, lo coge con delicadeza entre las patas. Quiere ver de cerca a un insecto de estas dimensiones. Cara a cara. Al sentirse prisionero, el insecto abre las mandíbulas y emite un sonido metálico, insólito por su intensidad, un zumbido aterrador que parece provenir de otro mundo, un lamento de ultratumba. No quiere ser molestado. Es una vida que reclama sus derechos en un lenguaje ininteligible. Comprende que no pertenecen al mismo mundo, que el mundo no es UNO, ni debe serlo. Son otros uno para el otro, radicalmente diferentes. Lo vuelve a depositar en el suelo, en un camino despejado. El insecto camina seguro, con sus patas poderosas, de forma pesada. Es consciente de su poder. Un grupo de gatos que ha contemplado toda la escena, medio atónitos, se apartan a su paso, retroceden; prefieren observarlo a una distancia prudencial. Lo saben sin saberlo. Unas trompetas triunfales abren el cortejo. Es el gran capricornio, el capricornio mayor, abrid paso, presentad vuestros respetos. Le queda poco tiempo de vida. Es fuerte. Uno de los más fuertes. Ha vivido una larga vida larvaria. Una infancia plena. Abrid paso. Haced reverencias. Ahora se retira, vuelve a su mundo inaccesible. Se prepara para morir. Larga vida al gran capricornio. Grande entre los grandes. Así ha sido; así será. Cuando desaparece, unos maullidos interrogativos, unas miradas felinas a la espera de una respuesta humana, delatan que siguen sin comprender muy bien lo que han visto, qué clase de animal tenían delante. -¿Ya se ha ido? -Eso parece. -¿Volverá? -No lo sé. -¿Es peligroso? -No tenéis que preocuparos por nada -¿Quién era? - Un ser de otro mundo. -¿Hay otros mundos? -Ya sabéis que sí. Volvamos a casa.
Caput tympani CXXXIV

LVII

Primero oyó el graznido. Ahí estaba de nuevo. Miró hacia arriba hasta localizar la figura negra, contrastada sobre el valle. En silencio, se preparó para una liturgia singular, para un raro placer, como si fuera a paladear un vino exquisito. Era siempre igual. Escuchó, como todas las veces, con total nitidez, desde el suelo, el lento aleteo de las alas del cuervo. El desplazamiento del aire parecía rozar su cara en cada pasada, en cada golpe de ala. Comunicación a distancia de un ser terrestre con otro alado; compartían un mismo aire y una misma tierra. La gracia era común arriba y abajo. El ángel de la anunciación era oscuro. Esperaría su próxima visita.

LVI

Un grupo de perros de diferentes razas y tamaños, mezclados con gatos atigrados y uno blanco, recorren un campo entre las hierbas y los matorrales; ahora se juntan, se saludan, después se separan, cada uno a lo suyo, olisqueando, buscando, pero siempre juntos. Conviven sin mayor problema que alguna que otra pelea ocasional, sin consecuencias, lindante con el juego. Cuando se acercó a ellos, se alegraron de volver a verlo, rápidamente vinieron a verle, tenían que saludarlo. Cada uno en su estilo. El perro grande puso sus patas en su abdomen; el pequeño danzaba a su alrededor como una mariposa y pedía atención. Los gatos maullaban, se enroscaban en sus piernas. Saludaban porque sí, sin más, porque no había ningún motivo para no hacerlo. Eran felices de estar aquí, de estar todos juntos, y ahora también de estar con él. Querían extender su felicidad, compartir la inconsciencia de estar alegres sin saber por qué. Era un día de fiesta; todos los días eran una fiesta. Alguien debería darse cuenta de que esta abertura incondicional, transparente, es el ofrecimiento de (una) relación, la generosidad de querer ser con los otros en lugar de contra ellos, más allá de cualquier interés. Querer la RELACIÓN como algo bueno, el bien en sí, antes que nada. El hecho inexplicable de alegrarse de ver a otro, algo conmovedor y milagroso, ratifica, da fe, del poder de la relación, la entrega como acto vital. No es posible sino dar gracias por este mundo y maldecir al mismo tiempo a todos y cada uno de los que lo han convertido en un infierno sin llamas, que consume todo lo que toca, mientras se apaga lentamente, muerte fría. El silbido ahogado de la ceniza se oye entre el crepitar del fuego. La salvación espera a las puertas del saludo confiado, sin reservas, del niño y el animal. Los animales del pesebre, en torno al redentor, no cumplen otra función; la verdadera ofrenda no son los presentes de los reyes, sino la mirada limpia de los animales del establo y el recién nacido. El niño dios es el dios de las cenizas.

LV

Para el pergolero satinado, un ave de plumaje negro azulado, con un pico fuerte también de la misma tonalidad, el azul no es sólo el color de la mayor parte de su cuerpo, es una forma de vida y de estar en el mundo, una verdadera vocación. Los pergoleros hacen honor a su nombre; se pasan la mayor parte del tiempo, artistas prolíferos, construyendo complejas pérgolas de palos que decoran con flores, pétalos o conchas vacías. Este escenario de ensueño atrae a las hembras a las arenas de cortejo, que atraviesan el umbral cubierto, novias conducidas al altar por una mano invisible. En el interior del paseo arbolado, el macho tiene la delicadeza, y la intuición estética, de diseminar todo tipo de objetos azules, como plumas y tapones de botella. Es su visión del mundo. Cuando una hembra se acerca, coge un objeto con su pico y se lo ofrece, a modo de tarjeta de visita; esta exhibición parece ser irresistible, en especial si va acompañada de un canto resollante. No podía ser menos; está ofreciendo lo mejor de sí mismo, la esencia de su ser, el azul, representada en una serie de objetos, plasmada en un mundo monocromático infinito. El exterior es idéntico al interior. Un artista reconocido se hizo famoso con mucho menos.

LIV

El saber no es (una) experiencia; en cuanto mathesis universalis, bajo la égida de los conceptos, los datos y la información codificada, sólo se ocupa de lo general, y sirve para lo que sirve, para controlar y dominar el mundo, para hacer uso de las cosas. Antes que no ocupar lugar, ocupa los lugares y satura la percepción, la neutraliza. Es una empresa de dominio, de nivelación del horizonte, y tanto da hablar a este respecto de ciencia, discurso o mera opinión, son totalmente homologables e intercambiables. La experiencia es algo muy distinto, como mathesis singularis, conocimiento en el filo de la paradoja, sólo existe en singular, para el singular y acerca de las singularidades. No tiene aplicación práctica ni responde a un interés teórico de abstracción, conocimiento inútil, tan insignificante como esencial. Toda idea preconcebida, cualquier supuesto saber debe despertar desconfianza; más todavía si se refiere a otros seres vivos de los que en el fondo no sabemos nada, menos todavía los especialistas. Es un lugar común creer que a los gatos no les gusta el agua. Mejor habría que decir que no les gusta que les mojen. Por lo demás, sienten una fascinación innata, similar a la de los niños, por esta extraña materia transparente, huidiza, plástica, fría al tacto, saciante, que resbala por su paladar. Cada gato afronta la experiencia de una forma diferente, según su estilo y carácter. Uno espera con expectación y alegría contenida, como si estuviera a punto de asistir a un milagro, que el agua surja del extremo de la manguera, y corra por el canal en la tierra; todo seguido se cerciora de su existencia, tocando fugazmente la superficie. Sí, está mojada, está húmeda. El entusiasmo continúa cuando proyecta un chorro de orina, pulveriza los matorrales cercanos. Se oyen caer algunas gotas, el tintineo en el agua. Es la respuesta adecuada, en la misma escala de realidad, dentro del diálogo con el líquido elemento. Otro, más comedido, prefiere seguir el viaje de las pequeñas hojas, las briznas de hierba, sobre el agua; va detrás de ellas, las persigue, presa de la fascinación, de cuando en cuando se para en el recorrido para contemplar el paso de los objetos flotantes, como un niño ilusionado que asiste a la partida de los buques mercantes en el puerto, o que se conforma con seguir los barcos de papel en el riachuelo. El momento culminante es cuando las hojas, las semillas, quedan atrapadas en un remolino. No paran de moverse, pero no avanzan. Mira con atención mientras intenta resolver el enigma. Otro, incluso, bebe a sorbos, se detiene un momento, continúa, saborea el agua, gourmet experto; a ratos, combina la degustación con toques delicados, mediante las almohadillas plantares, de las partículas vegetales que flotan, la curiosidad le impele a investigar esta extraña presencia móvil, fugitiva, a confirmar su simultánea aparición y desaparición. Sí, está ahí; no, ya no está. Por último, otro todavía, disfruta hundiendo las cuatro patas en el agua, hasta casi tocar el vientre; en esta disposición, medio cuerpo fuera y la otra mitad dentro, remonta el curso de las aguas cristalinas, para llegar a la fuente, al origen de todas las cosas, a modo de profeta bíblico que camina entre dos mundos, a cargo de un pueblo errante, en busca de un nuevo comienzo. Nada de esto es generalizable.

LIII

Si hay un dios de la Naturaleza al que rinden culto todo tipo de animales, desde los gatos por la noche, en sus colonias fuera de control, y pájaros y mamíferos de pequeño tamaño, hasta las abejas que encuentran en sus flores el paraíso, sin lugar a dudas toma forma, se materializa en los zarzales, como símbolo de una naturaleza salvaje que se combate sin tregua, pero que renace siempre. La devoción de este culto es proporcional al desprecio de la especie homo, obcecada en eliminar todo aquello que no da un fruto inmediato, que no es útil a sus fines. El zarzal es a la vez la imagen paradójica de la desolación y la esperanza, de la destrucción y la resistencia indoblegable. Atacados sin tregua con medios cada vez más eficaces, como los herbicidas químicos y las desbrozadoras mecánicas, las extensiones de zarzales tienden a reducirse en las zonas cultivadas y urbanizadas; por el contrario, en las zonas abandonadas por los hombres, prosperan otra vez en beneficio de la fauna, refugio y fuente de alimentos. La divinidad sólo podía hablar en una zarza en llamas. El pueblo elegido, la especie condenada a desaparecer, desoyó la llamada y escupió sobre el fuego; el ser supremo no podía hablar a su hijo predilecto, al rey de la creación, a través de una planta despreciable. En las afueras de la ciudad, cerca de la tierra prometida, les esperaban extensiones inacabables de zarzales, erizados de espinas. Sólo un reducido número vio las moras.

LII

El predador lee el alma de la presa, en cierto modo, la conoce mejor que ella misma, cada movimiento, cada gesto, las miradas de reojo, los titubeos, no se le escapa detalle; entabla una relación íntima que culmina y, a la vez, concluye, cuando la captura y devora. Esta "empatía" absorbente, unidireccional, a veces muestra atisbos de redención, incluso de reversión. Después de que el gato lleva un tiempo jugando con alborozo, corriendo de una lado para otro, y lanzando por los aires un petirrojo muerto, para un momento, se gira y emite una especie de lloriqueo, como un niño que se lamenta por un juguete roto, como si rogara, esperara que le insufláramos de nuevo la vida, le diéramos vida de nuevo para reiniciar el juego de la fascinación y la captura. Antes estaba mejor. Le gustaba más cuando estaba vivo. Había una auténtica relación, una complicidad, una sincronía, embebimiento de las almas en una fuente común. No quedaba nada de eso. El gato lloriquea. Es que no ves que ya no está aquí. Haz algo. - No puedo hacer nada. Lo has matado. - No quería hacerlo. - Da igual. El exceso de intimidad lo ha matado. - No ves que no es lo mismo. Haz que vuelva. - ¿Para qué? ¿Para cazarlo de nuevo? - Quizás, esta vez será diferente. Mira al gato. Espera una respuesta. La alegría se ha convertido en desánimo, desilusión. Dirige la atención a otra parte  El cuerpo inerte del pájaro queda tendido en el suelo.

LI

El microcosmos de los microorganismos tiene uno de sus paraísos en el ácido láctico; el líquido de un yogur natural o el líquido sobrenadante de la leche agriada acogen poblaciones innumerables, sujetas a continuos cambios. Las bacterias en forma de bastón o esféricas nadan entre diminutas porciones de proteínas lácteas floculadas, mientras se alimentan de la lactosa, que descomponen en una fermentación incompleta; una pipeta es suficiente para recoger pequeñas muestras de una multiplicidad invisible. Para su observación bajo el microscopio, se utiliza una solución de azul de metileno. Incluso se puede teñir una suspensión de bacterias con la tinta azul de un bolígrafo recargable, que por lo general contiene esta sustancia. El investigador actúa de escriba divino del Libro de la vida y la muerte. Alza la pluma. Las bacterias aparecen entonces en todo su esplendor, inmortalizadas como puntos, rayas azul negruzcas sobre un fondo azul celeste. El cielo de las bacterias. 

L

La naturaleza compone cuadros improbables, es una composición heterogénea de elementos vivos dispares, convocados en extrañas escenas que responden unas a otras, a modo de drama vital en innumerables actos. El enigma no está oculto, ni mucho menos,  es visible, aunque de difícil respuesta. Un gato negro y blanco, de músculos poderosos, lleno de energía, sube por las ramas de un árbol, a toda velocidad, hasta alcanzar el límite de la copa, la cúspide. Se detiene unos instantes, de perfil, para contemplarse a sí mismo y regocijarse de su potencia. Está satisfecho; ha subido hasta lo más alto. Al mismo tiempo, un cuervo levanta el vuelo y pasa, en la distancia, justo en la horizontal del gato, detrás suyo; el gato oye el batir de las alas y gira la cabeza para contemplarlo. Sus miradas coinciden en un instante de eternidad; una conexión universal chisporrotea entre los dos como electrodos sumergidos en el agua. El cielo se ilumina. Forman parte de un mismo escenario, pero es como si vivieran en mundos incomparables, alejados por millones de galaxias. La escena se acaba; el cuervo desaparece. El gato mira de nuevo al frente. Ahora toca bajar. Tan rápido como pueda. Más que al subir.

XLIX

El heroísmo en los hombres es algo excepcional, aparece sobre todo en situaciones límite y se confunde con la desesperación, o la impaciencia, siempre es de alcance limitado y se concentra en un corto período de tiempo. En los animales, no hay especímenes que sobresalgan sobre los otros, que hagan actos excepcionales, acometan empresas gloriosas puntuales; no hay heroísmo porque todos sin excepción, desde que nacen hasta que mueren, son héroes por derecho propio, esto es, llevan a cabo esfuerzos sobrehumanos, tareas titánicas, que no podemos ni imaginar. La excepción es la regla de la vida. En una zona costera, los prados naturales de algas coexistían con enormes bancos de mejillones y otros bivalvos. En su conjunto, el sistema soportaba un gran número de especies de invertebrados y peces. Las algas contribuían a la oxigenación de las aguas del fondo y los mejillones filtraban el agua de mar, con lo que se mantenían unas buenas condiciones lumínicas para la fotosíntesis. Este ecosistema era muy resiliente, capaz de resistir amplias variaciones climáticas y perturbaciones naturales. Sin embargo, a medida que los efluentes de nutrientes y las aguas de escorrrentía, producto de la actividad humana, aumentaban, en las aguas superficiales aparecieron densas floraciones de fitoplancton. Este crecimiento exuberante redujo la transparencia del agua, privando de luz a las algas bentónicas; la situación condujo por fin a su pérdida, con la consiguiente perturbación general del ecosistema. Durante los meses de verano, cuando la columna de agua se estratificaba, los niveles de oxígeno, sobre todo cerca del fondo marino, empezaron a disminuir. Una fracción importante de las comunidades de bivalvos afectadas sobrevivió a la hipoxia durante un período de hasta 20 días: cerraron sus valvas y se alimentaron de las reservas internas de glucógeno (carbohidrato que constituye el principal almacén molecular de energía). Estas reservas se agotaron; los moluscos murieron en masa. El tiempo de esta resistencia, de esta prueba de fuerza, no puede medirse en ninguna escala humana. La vida y la muerte bajo el agua tampoco. Tumba acuática al animal desconocido.

XLVIII

El plan que ordena la vida cotidiana, el pasar de los días, no sólo condena a la mayoría a una existencia triste y precaria sino que tiene la perversa cláusula añadida, en letra pequeña, de la vigilancia mutua y la servidumbre compartida. Un guarda de seguridad, con chaleco amarillo, entra en el vagón acompañado de un perro guardián, medio adormecido y con la cola baja. Se sientan en un rincón apartado. La postura de los dos es una mezcla de tensión y agotamiento. EL hombre desenvuelve el papel de su comida, como un autómata, bajo la atenta mirada del pastor alemán. Entonces, y contraviniendo las ordenanzas, saca el bozal del perro, lo deja en el suelo, y empieza a darle de comer de su propia comida mientras lo acaricia. La escena es otra. Una oleada de felicidad indisimulada se apodera de ellos. La cara del guarda se relaja, cobra viveza, ya no está trabajando; la faz del animal se transfigura, vuelve a la vida, ya no es un esclavo, es un perro. Por unos momentos, la relación se libera de las cadenas imaginarias y reales; el animal cree que vuelve a ser libre, que todo ha acabado, nunca más llevará un bozal ni tendrá que arrastrar día tras día su cuerpo por andenes sucios y vagones malolientes. No va a volver a la perrera a intentar recuperarse para la mañana siguiente, privado de todo contacto. Se acabará una vida donde reina la luz artificial y el aire viciado. Ya huele el viento. Es un espejismo. A la que se acaba la comida, le vuelve a poner el bozal; todo sigue igual. Vuelven al trabajo. El guarda jura cada noche, al poner la cabeza en la almohada, que cuando se acabe todo, sacará al perro de la perrera cómo sea y sin importarle las consecuencias. Se lo debe. Correrán juntos por el campo hasta caer rendidos y rodarán por el suelo; chapotearán en el agua y se tumbarán al sol. Ya puede verlo.

XLVII

El cuervo grazna sobre el valle, el aleteo de sus pesadas alas es audible, mientras contempla unos seres bípedos y lentos, apenas unos puntos de colores en movimiento. Reverencia. Él manda aquí abajo desde arriba.

XLVI

Entre un ratón que lanza chillidos de terror e intenta arrastrarse entre la hierba, malherido, con los huesos medio rotos, mientras recibe los manotazos del gato que se toma su tiempo para rematarlo; un gato que cae de un tejado después de ser alcanzado por un disparo con perdigones, luego es pateado en el suelo y pasa un día entero gritando de dolor antes de morir; y una mujer esquelética, tirada en medio de la calle, desnuda, que agoniza por una enfermedad fácil y barata de curar, el cólera, ante la indiferencia de la gente que pasa a su lado sin mirar. No hay nada que los distinga; no hay ninguna diferencia en cuanto a su dolor, miedo y capacidad de sufrimiento. Todos son ANIMALES, seres animados, centros vitales, sensibles, dotados de un punto de vista singular, único e irrepetible. Ninguno quiere morir; todos rehuyen el dolor. Quien mata a un hombre mata a toda la humanidad; quien mata a un animal mata a todos los hombres y a la vida entera, muere por dentro lentamente. La cuenta se lleva en algún lugar apartado de las miradas, a la espera de un juicio final, tribunal de las bestias y los hombres, que sacudirá y partirá en dos la historia de la tierra.

XLV

En el enfrentamiento secular del arte y la naturaleza, litigio basado en los méritos propios, uno de los contendientes manifiesta una clara superioridad, tiene la habilidad de cruzar todas las defensas y asestar un golpe de mano audaz en el centro de mando del mundo contemporáneo donde conviven la tecnología, la estética y la imagen. Un tipo de hongo, Aureobasidium pullulans, crece en el vidrio de los objetivos de las cámaras y graba la superficie con líneas en forma de tela de araña. La delicada estructura que traza, una verdadera obra de arte, arruina las posibles imágenes desde el interior del propio dispositivo e invalida el uso del aparato. No es posible hacer nada.

XLIV

Quien quiera saber lo que es la vida, la celebración de la vida, el festejo interminable del puro hecho de existir, sin reservas ni promesas, no tiene más que observar la recuperación súbita de un gato, tras un accidente que lo había dejado postrado. Los saltos de júbilo, las vocalizaciones de entusiasmo, las subidas y bajadas en estampida de los árboles son la prueba para sí mismo y para los espectadores de que está vivo, la demostración fehaciente de toda su potencia de existir y la alegría inherente a su puesta en acción. Ante esta muestra de fe en la vida, cualquier otra creencia se revela vana.

XLIII

Acorralado por una jauría de perros, sin nada que perder, el gato decide vender cara su vida y plantarles cara. Arquea el lomo, eriza el lomo y la cola, para aparentar mayor tamaño, y se revuelve como si estuviera poseído por el demonio hasta que le parten el espinazo, a la altura de la nuca, de una dentellada. La explosión de energía queda reducida a un muñeco sin vida que arrastran por el suelo. Los perros recordarán la pelea largo tiempo y les quedarán para siempre las señales del enfrentamiento en su propia carne, marcas profundas de un adversario invencible en su derrota.

XLII

Una mañana apareció un pequeño gato negro, desgarbado, medio tiritando, que intentaba calentarse al sol en una pendiente del terreno. Al intentar aproximarse, huyó corriendo a refugiarse en los matorrales. Su madre había sido una buena maestra. Unos años después, sigue tomando el sol en el mismo lugar durante las mañanas frías. Ahora ya no huye.

XLI

El west highland terrier estaba detrás del escaparate. Se acercó para verlo de cerca. Quizá no fue muy buena idea, porque al verlo el perro empezó a ladrar y corrió adentro de la tienda para avisar de la presencia de un intruso. Parecía un comportamiento lógico de defensa del territorio. Cuando ya iba a marcharse, una chica se acercó a la puerta con el fiel compañero. Resulta que cuando veía a alguien se ponía muy nervioso porque quería salir a saludarlo, así que entraba para ir a buscarla para que le dejara salir. Salió contento moviendo la cola a recibir al invitado desconocido; los cumplidos y las muestras de afecto fueron mutuos. No siempre es apropiado sacar conclusiones precipitadas.

XL

Una cuestión de vital importancia no es sólo que los animales sueñen, como es evidente, sino que sueñan con lo que hacen cuando están despiertos o con lo que han hecho o harán en un futuro. El sueño se hace manifiesto en los gatos que chasquean la lengua, tragan saliva, emiten sonidos, efectúan movimientos espasmódicos, se agitan y mueven las patas e imprimen movimientos delicados en sus dedos, palpando el vacío. El cuerpo ejecuta, escenifica escenas imaginarias de cacerías, persecuciones, enfrentamientos, el olfateo del entorno o el afilado de las garras en los árboles. Algo en el fondo de la vida no tiene bastante con el mero descanso de los seres, con dormir y nada más, exige la reconstrucción de un mundo virtual paralelo al mundo real, la creación de otra esfera al lado del tiempo. La repetición como mandato natural.

XXXIX

El hombre no es un animal de confianza, es el maestro indiscutible del engaño, reina sobre el resto de los animales por su reconocido dominio de los subterfugios y los disfraces, los actos de traición, las artimañas y su ilimitada capacidad de hacer uso de las ilusiones. Cuando el problema es convencer a una vaca para que acepte a un ternero que no es suyo, toda la maquinaria del ingenio se pone en marcha para lograr el objetivo. Los protocolos de actuación siempre empiezan por lo más fácil y acaban con la solución más drástica, en proporción directa a la resistencia del animal. A menudo es más fácil engañar a una novilla primeriza, porque es inexperta, o basta con restregar el olor, fluido amniótico y membranas placentarias, de su propia cría sobre el recién llegado, si el ternero ha muerto durante el nacimiento y todavía hay fluidos frescos. Sin embargo, la mayoría de vacas necesitan más convencimiento, hay que exhibir un mayor poder de convicción. El método que sigue en la cadena de las ilusiones es rociar sobre el ternero productos que hacen que la vaca quiera lamerlo. O bien se frota el ternero y el hocico de la madre con crema balsámica para entorpecer su sentido del olfato y confundir la verdadera identidad del nuevo ternero. Estos sistemas funcionan en algunas vacas, en especial si  se ata la madre durante unos cuantos días si aún no está muy convencida. En el caso que ninguna de estas soluciones funcione, la cadena de las sustituciones y los engaños, del señuelo y el cebo, no se detiene ante nada, ni tiene escrúpulos de ningún tipo.
El engaño más antiguo, y uno de los que funcionan mejor, consiste en despellejar al ternero muerto y colocar la piel sobre el ternero sustituto. Las vacas reconocen a su descendencia por el olor. La vaca olfatea a la nueva cría y queda memorizado en el cerebro. A partir de este momento puede distinguir el ternero de entre todos los miembros del rebaño. El engaño tiene que llegar hasta este punto, hasta despellejar al ternero muerto que acaba de morir. Es una operación que requiere especial cuidado porque hay que despellejar intactas las patas para que colocar el cuero sobre el ternero vivo a modo de chaqueta, haciendo pasar las patas del ternero vivo a través de los agujeros de la piel. También se usa cuerda para mantener la chaqueta en su sitio. Es muy importante dejar fijada la cola del ternero muerto: la vaca olerá y lamerá el extremo posterior del ternero. Cuando el ternero haya mamado unas cuantas veces, ya será seguro retirar la piel vieja. No será necesaria cuando la pareja haya establecido vínculos afectivos. La vaca actuará de madre y protegerá a este ternero con tanta diligencia como si la hubiera parido y ningún animal hubiera muerto. El ardid ha sido un éxito; a pesar de las apariencias, la supervivencia del ternero no es un fin loable que justifique la sustitución, si sobrevive es en aras de un posterior sacrificio, para ser sacrificado. Es la última traición que vivirá de la mano que lo alimenta.

XXXVIII

Ve llegar el coche al momento. Antes de que el conductor salga del vehículo corre a ponerse debajo. Justo en la zona del motor. Necesita calentarse cómo sea. Lleva varios días sin comer apenas; la oscuridad es cada vez más fría, más inhóspita. No aguantará mucho más tiempo. Está débil, agotado, temblando. No sabe si sobrevivirá a esta noche. El calor es su único dios; lo ama con todas las fuerzas que le quedan. Los habitantes de las torres iluminadas y calientes, que circundan la zona de aparcamiento improvisada, hace tiempo que han dejado de apreciar su propia vida. No saben que están vivos. El gato cierra los ojos; el calor que emana del coche inunda su cuerpo. Quizá mañana todavía vea salir el sol.

XXXVII

Primero, la avispa se pone a tomar el sol a su lado. Estaba en su derecho. Luego, a medio camino del descenso por la montaña, un cuervo se posa a pocos metros con sus alas de reflejos metálicos, grazna, y desaparece por el valle. Ninguna objeción. Al final, una miríada de insectos revolotean alrededor de unos frutos rojos globulares, maduros y olorosos. La trama orquestada por tres colores, amarillo, negro y rojo, bastan para resumir un día. 

XXXVI

Los animales son capaces de hazañas inimaginables, bajo la estrella de la buena suerte, de difícil comparación en el mundo de los hombres. Un caracol escala una pared de varios metros, penetra por la rendija de una ventana, abierta escasas horas al día, entra en el interior de la vivienda y se instala, después de sellar su caparazón con baba solidificada, en el revés del cristal para preparar la hibernación. La petición, después de méritos más que suficientes, será concedida.

XXXV

Cuando un animal después de una larga persecución, llega al límite de sus fuerzas y cae agotado, sin poder dar un paso más, no implorará piedad a sus perseguidores, humanos o no humanos, no veremos caer ni una sola lágrima y tampoco dirá palabra, pues el lenguaje le está vedado, pero, inmóvil, tendrá la confianza secreta, la fe ciega, de que lo dejarán estar, de que esta vez no llegarán hasta el final, creerá en su salvación como un primer indicio, el sentimiento primordial de una piedad por ahora inexistente.

XXXIV

El viento baila con el sol; los tallos con la tierra, el viento y el sol; las flores con los tallos, la tierra, el viento y el sol; las mariposas entre ellas, con los tallos, la tierra, las flores, el viento y el sol. TODO en los ojos del gato; hasta el momento en que se une al baile con las mariposas.

XXXIII

De los animales deberíamos aprender algunas cosas, al menos dos, valorarlas en su justa medida e interpretarlas como un regalo, una gracia que no siempre es posible. La primera es saber dormir, descansar con total placidez, abandonarse al sueño, con la tranquilidad de no tener nada que temer y como si fuera la última vez que dormimos; aunque esta posibilidad en raras ocasiones se cumple excepto en las crías o los animales en un entorno doméstico. La segunda es saber comer, experimentar la comida como una verdadera RELACIÓN con el mundo, siempre difícil de encontrar, casi un milagro, un deleite, un acto festivo y alegre por sí mismo. La oración a la hora de la comida, el dar gracias por poder comer una vez más, no es ni mucho menos una creación humana. Otra cuestión es el caso de los depredadores; la presa no debe ni puede compartir esta alegría.

XXXII

Los adiestradores de animales no estaría de más que se preguntarán si lo mejor que saben y pueden hacer, si la única relación posible es la sumisión, restablecer el verdadero orden jerárquico e instituir al hombre como líder dominante y fuerte. Esta idea de la superioridad indiscutible del ser humano, como cúspide de la creación, ha sido motivo de no pocas bromas, y bastantes enfados, en el seno del reino animal. Entre carcajada y carcajada, la frase que más se repite, entrecortada por las risas, es: Precisamente ellos... ¡ellos! La mayoría cree que mejor tomárselo a broma, han oído y visto cosas peores. Aunque al menos los perros han encontrado la manera de dar la vuelta a la técnica de adiestramiento; cada vez que adoptan la postura de sumisión, tumbados boca arriba mostrando sus partes más vulnerables, se las ingenien para que sus amos les prodiguen una buena sesión de caricias. Al final el dominador se convierte en dominado.

XXXI

Una pareja de gatos reposan en un lugar de descanso elevado, colocados en diagonal, frente a frente, y alargan sus patas delanteras en el vacío, como si se buscaran en sueños. La imagen recuerda de forma inevitable al fresco de La Creación de la Capilla sixtina. Dios es felino y tiene bigotes. No es probable que nos vigile desde las alturas sobre una nube, en cambio husmea el aire para recabar información en lo alto de una rama.

XXX

En las inmediaciones de un parque, un adolescente da comida a las palomas; ante el regocijo general de sus compañeros, cuando se acercan para comer, les propina una patada. Los pájaros se alejan. Vuelve a darles comida y repite de nuevo la operación. Se acercan y las patea. Así varias veces. La escena es motivo de risas cómplices. Es posible que crean que demuestra la superioridad del hombre y la estupidez congénita de la paloma, pero quizá las aves les están sometiendo a una prueba, tienden una trampa, quieren ver hasta dónde son capaces de llegar, cuántas veces repetirán como autómatas la misma secuencia de actos y extraerán placer de ello. Las palomas vuelan.

XXIX

Sopla una ligera brisa que apenas disminuye la sensación de calor. Todo está en calma. El canto de alarma de las urracas ante la presencia de gatos llega demasiado tarde. Aunque los pájaros huyen en todas direcciones de forma ruidosa, el salto ya se ha iniciado. Las plumas vuelan en el aire y un cuerpo de una agilidad prodigiosa se retuerce en el aire para atrapar con sus garras un pequeño pájaro. Caen la presa y el depredador entre las ramas, las hojas desprendidas acompañan la caída; unos dientes afilados se clavan en la nuca del ave en el momento del impacto contra el suelo. La tragedia de la escena desaparece tan rápido como apareció y sólo se observa el paso alegre del felino que trae la presa entre sus dientes. Los pájaros vuelven a cantar como si no hubiera pasado nada.

XXVIII

La inteligencia, el cálculo de las conductas, las previsión en el tiempo y la extracción de conclusiones a través de la observación no son en exclusiva una prerrogativa humana. El abejero, una rapaz diurna de bellos colores, alimenta a sus pollos con nidos de avispas. El método que sigue es digno del investigador más experimentado; con infinita paciencia y astucia memorables, se dedica a observar con suma atención el regreso al nido de los insectos alados. Cuando localiza la entrada, deduce su posición y desentierra el nido de avispas con sus garras. Es remarcable que está preparada para este tipo de presa y captura; las plumas en torno a los ojos y pico son tipo escama y sirven de protección contra los aguijonazos. En comparación, valdría la pena recordar que muchos individuos de la especie Homo no son capaces de encontrar comida si no están rodeados de una alta densidad de supermercados.

XXVII

Es una ley no escrita de la experimentación con seres vivos que todo lo que se aplica a los animales acabará aplicándose al hombre; el anexo a esta ley es que la inversa también se verifica. A modo de ejemplo, las terapias de conducta, basadas en las técnicas de refuerzo positivo, son indiscernibles de los métodos de adiestramiento y doma. En otra área de investigación, el control de plagas, es fácil comprobar cómo la utilización del zyklon B como un potente insecticida y raticida dio paso con rapidez a su utilización en las cámaras de gas, bajo la hipótesis probable de su connotación simbólica, facilidad de manipulación, bajo coste y producto higiénico. El producto siguió su andadura de las ratas a los prisioneros de los campos y acabó en otra cámara de gas, las que daban su punto final a los presos del corredor de la muerte, en aquellos estados donde era el método elegido para la pena capital. Entre los efectos, aparte de una primera sofocación, se encuentra la pérdida del control de los esfínteres por anoxia. La pirámide que formaban los cuerpos en la cámara de gas iba de los más débiles a los más fuertes, según el orden que generaba la lucha por conseguir respirar; en ocasiones, la debilidad era una ventaja, porque se producían bolsas de aire en las zonas más bajas. Es famoso el caso de una niña que apreció viva bajo una montaña de cuerpos y el dilema moral que suscitó en los guardianes. El péndulo de la historia vuelve a oscilar de los hombres a los animales. Los visones con criados en cautividad hasta que la piel adquiere un grosor comercializable. Dentro de la cámara hermética, cuando son gaseados con dióxido de carbono o monóxido de carbono, corren frenéticamente de un lado a otro y se esfuerzan por mantener los rostros por encima del nivel del gas, incluso intentan aguantar la respiración, habilidad que proviene de sus aptitudes natatorias, hasta el límite de sus fuerzas. En cambio, el único esfuerzo que ha de hacer el operario que abre la espita, o el dueño de las instalaciones, es subir las escaleras, respirando con cierta dificultad, porque el ascensor no funciona.

XXVI

Los gatos tienen la rara habilidad de moverse cuando nadie los mira, como si cambiaran de lugar cuando no se sienten observados, justo en un abrir y cerrar de ojos; este don del cambio, y la gracia de la invisibilidad, hace de ellos verdaderos fantasmas que están y no están, que aparecen súbito, como si hubieran engañado a la velocidad de la luz, y desaparecen igual de rápido por el lugar menos esperado. En su interior, profesan una devoción absoluta por las vías de acceso recónditas, los agujeros, las rendijas, el placer único de entrar y salir por donde nadie más puede hacerlo, ni humanos ni posibles depredadores. El lugar elegido, marcado en el territorio, será más o menos difícil, en ocasiones casi inaccesible, pero siempre seguro y oculto. La exclusividad es su signo de distinción; el secreto y el sigilo son virtudes felinas.

XXV

Los insectos exhiben una falta de respeto notable y un envidiable sentido del humor cuando al apoderarse de objetos que cumplen una supuesta función superior, ya sean plasmados en palabras o imágenes, desde recorrer las páginas de un libro abierto o una pantalla hasta posarse en un cuadro o en el objetivo de la cámara, convierten en intrascendentes y mundanas las cosas trascendentales, cargadas de significado para el orden humano. La ligereza que insuflan en el mundo, propia de seres livianos, recupera la horizontalidad de la vida y valora las cosas en su justa medida, según la falta de jerarquía universal. En todo insecto, y son innumerables, se esconde un ácrata en potencia.

XXIV

El calor que emana de todos los seres vivos define la naturaleza de la vida. Incluso un minúsculo ratón o una pequeña musaraña acabados de morir siguen emitiendo un calor perceptible a las manos de quien los acoge, con el fervor de guardar un preciado tesoro, antes de volver a depositarlos en la tierra húmeda. La radiación térmica póstuma es el regalo de despedida a un mundo que hace unos instantes todavía era su hogar. 

XXIII

Las columnas que sostienen el templo de la civilización se hunden en un océano rojo de sangre. Ni mil millones de paraísos podrán compensar nunca la carnicería, la matanza indiscriminada y el dolor que la especie humana ha infligido a sus semejantes y a los otros seres vivos que habitan el planeta. El peso de la vergüenza acabará por aplastar a una especie que, cansada de sí misma, dirige su mirada a la conquista del espacio interior, las profundidades abisales y las zonas de los polos, y el espacio exterior inhabitable. Todas las esperanzas son tan sombrías como las del asesino al acecho de la próxima víctima. 

XXII

El pueblo de los gatos fue primero adorado como un dios y momificado para la eternidad; luego sobrevivió a las persecuciones medievales, cuando su tamaño era mayor e incluso eran emparedados en vida; sobrevivirá a los envenenamientos en grupo y a las buenas intenciones de esterilizar a las poblaciones callejeras, y algún día caminará sobre las ruinas de la civilización humana, auténtico señor de las ciudades de polvo y ceniza. El último hombre, antes de desaparecer, todavía escuchará maullidos por la noche, señal de lejanía y proximidad, promesa de una relación imperecedera.

XXI

A medida que caminaba entre las hierbas, centenares de pulgones de todos los colores, verdes, rojos, marrones, negros, se aferraban a sus piernas y ascendían como por las columnas de un templo andante, nueva especie de árbol en movimiento. Cuando el peso de la capa de insectos, por acumulación, alcanzó un determinado valor límite, el cuerpo se tambaleó durante unos instantes, giró sobre sí mismo y acabó derrumbándose, sepultado bajo una nube multicolor palpitante. El sueño había empezado.

XX

Un camino polvoriento, casi sin vegetación, cerrado por ambos lados por vallas metálicas, una provista de alambradas para impedir el acceso, tiene como únicos habitantes visibles un grupo disperso de gorriones. La mayoría picotea por el suelo aquí y allá, pero alguno, que asume el papel de progenitor, alimenta con suma delicadeza a su cría; concentrado en su misión, deposita mediante su pico pequeñas semillas en el interior de la boca de un ser minúsculo, frágil, que aletea como muestra de satisfacción y reclamo para recibir un nuevo premio. Todos se consideran afortunados. Está siendo un buen día. Los intersticios, los espacios intermedios, son el lugar donde se desarrolla la vida, celebración ajena al mañana, indemne a la dureza de las condiciones.

XIX

Los pájaros del jardín también tienen su propia versión del mito de la caverna: las sombras que se mueven en la ventana, poco antes de que se abra la puerta y se oigan los pasos al descender la escalera, anuncian la llegada de la comida. Con todo, se observan unas diferencias fundamentales, una inversión de la perspectiva que cambia el panorama de forma radical. Los cautivos de las apariencias no llevan cadenas ni están prisioneros, al contrario, vuelan libremente; en cambio, los sujetos de movimientos lentos, como a cámara lenta a ojos de los pájaros, escondidos en la oscuridad, en teoría la viva imagen del libre albedrío, viven el encierro que ellos mismos han construido, prisión de por vida.

XVIII

Es por la tarde. Apenas hace viento. El gato negro de ojos amarillos disfruta del agradable calor que irradia la tierra caliente por el sol. Resulta una sensación placentera. Sentado sobre sus patas traseras, con la cabeza inclinada, observa con atención cómo las hormigas salen y entran del hormiguero; sin moverse, adopta una actitud de aparente desinterés mientras estudia cada uno de sus movimientos, memoriza los detalles de la escena y se identifica con los actores minúsculos que contempla casi hipnotizado, durante largo tiempo, hasta que parece quedar dormido. Cuando el aburrimiento es superior a sus fuerzas o el cansancio le vence, se retira. Al día siguiente, ya no hay hormigas. 

XVII

Un grupo de personas transita por calles sin asfaltar, rodeados de casas destartaladas, de forma despreocupada, medio adormecidos. A un lado de la calle, sobre una tarima de madera, un cordero lechal manchado de sangre, tembloroso, MIRA cómo cuelgan de las patas, a la altura de su cabeza, los cuerpos sin vida de tres corderos, con el cuello seccionado hábilmente para que se desangren, gota a gota. Olfatea el aire, en busca de algún olor familiar, y sigue con la mirada el movimiento oscilante de unos cadáveres, de adelante hacia atrás, que pocas horas antes le amamantaban, lamían y daban calor. Ningún hombre debería intentar describir la percepción de la antesala del horror en los ojos del animal ni mucho menos obviarla.

XVI

Las palomas entrarán a formar parte de las páginas más gloriosas de la historia de la biología por una colaboración desinteresada, pero muy oportuna, y su sacrificio en los altares de la  ciencia. Hans Krebs dedujo el funcionamiento del ácido cítrico, el famoso ciclo de Krebs, a partir de cuidadosas observaciones sobre la oxidación de diferentes compuestos de carbono en muestras trituradas de músculo de pechuga de paloma. Resulta difícil no imaginar al investigador acercándose a la jaula de las aves, con aparente normalidad, relajado; proceder a su captura y posterior muerte, y dar por concluido el ritual con un metódico triturado de la carne. Al cabo de un rato, después de limpiar sus dedos de restos orgánicos, alimenta con su propia mano a los ejemplares vivos.

XV

El sueño y el vuelo más allá de todo límite son viejas aspiraciones del hombre, aunque, por supuesto, incompatibles por razones físicas. Un simple vencejo, volador consumado e infatigable, da cuenta cumplida de ellas, es capaz de dormir y volar al mismo tiempo, entre aleteos frenéticos y largos planeos, inmóvil, a contraviento; además, por si no fuera bastante, añade el aliciente del sexo, la copulación durante el vuelo. Abajo, en tierra firme, nunca se ha oído hablar de nada semejante; mirada de recelo a las alturas, ceño fruncido.

XIV

El espantapájaros es a la vez la imagen que el hombre ofrece a la naturaleza, tótem reverencial y señal de advertencia, y la que los animales tienen del ser humano. Un animal más muerto que vivo, erguido sobre sus patas traseras, de movimientos lentos, poco armoniosos, pelo ralo, sin plumaje ni rasgos distintivos, con aspecto anódino, olor neutro, que no teme mostrarse en campo abierto, incluso hace ostentación de esta prerrogativa, mata a distancia y no se ensucia las manos, excepto cuando trabaja.

XIII

Hugo de pelo negro es un hombre y le gustan los hombres; Jaime no, es un gato, y no tiene preferencias por hombres o mujeres mientras reciba la atención que se merece. Duermen juntos, Jaime al lado, con la cabeza hacia los pies de la cama, siempre igual. Pero esta noche es diferente. Jaime está frente a él, erguido, apoyado en las patas traseras, y empieza a hablar: "Pues yo estoy contento, qué quieres que te diga, no está tan mal ser un animal doméstico. Lo que pasa es que se tiene una visión muy negativa de la domesticación. Yo lo veo más bien como una simbiosis, un intercambio provechoso entre los humanos y los animales. Tengo comida, alguien que me cuida; no he de preocuparme por huir de los depredadores ni conseguir presas. Encima tengo un sitio dónde vivir y me limpian la arena cuando hace falta. A cambio me dejo tocar, no mucho, depende de mi estado de ánimo, escucho largas conversaciones, doy consejos que nadie escucha, ronroneo de placer, aunque esto no sé a quién satisface más. Y sí, algún día moriré, como mi hermano Kurfu en un charco de sangre, pero moriré como los humanos, tendido en la cama, en el hospital, y no como los animales, tirados en cualquier parte; en caso necesario, doy mi autorización para que una inyección dé punto final a mi vida". Con cara de asombro, Hugo se despierta, no sabe si todavía está soñando o es que el gato sueña con él. No importa; a partir de ahora todo irá bien, está seguro. Da buena suerte que los animales hablen en sueños, fábula del inconsciente. Se deja caer en el colchón, confiado, y apoya la cabeza en una almohada más suave que nunca, mientras unas orejas puntiagudas, un poco ladeadas porque han notado movimiento en la cama, también escuchan.

XII

La niebla era tan espesa que casi amortiguó el sonido; un lento batir de alas, seguido de una voz metálica y desapacible, anuncia la llegada de una pareja de cuervos. Aunque cautelosos, descienden al valle desde las altas montañas y se posan cerca de las zonas habitadas. No es un signo de mal augurio, es la buena nueva, la bienaventuranza, a la altura de la paloma con la rama de olivo en el pico, de que no todo está perdido. Un movimiento en falso desencadena la alarma, un crack-crack-crack, rápido y duro; la pareja de por vida, negro brillante, remonta el vuelo y vuelven a penetrar en la niebla, más allá de los límites del hombre, donde reina lo inimaginable. El observador que necesita mirar a las estrellas para imaginar otras formas de vida, manifiesta un cansancio, una falta de aprecio, un desapego, que no valora en su justa medida el mundo que habita; no hace falta más que mirar alrededor para ver tierras incógnitas por todas partes, territorios inexplorados, maravillas hasta colmar la vista, incluso en los lugares más degradados, bajo la amenaza de una destrucción definitiva, en las calles más grises y lóbregas, regalo para ojos febriles, cegados por la infinitud. Cualquier ser vivo es más desconocido que la galaxia más lejana; las criaturas terrenales son extraterrestres por derecho propio.

XI

El paraíso para los gatos es la noche y un árbol iluminado por la luna llena; esta sola percepción, asequible al más común de los mortales, basta para echar por tierra, refutar de una vez por todas, cualquier especulación religiosa sobre la realidad de los paraísos y vergeles con que la especie humana se regala la vista, llenos de luz, manantiales y árboles frutales, expurgados de oscuridad, sombra y tinieblas. La noche no tiene por qué ser el mal a combatir, el origen de los miedos atávicos y más recónditos del alma. El mundo animal supone la imposibilidad de una visión unificada del mundo.

X

Hay una mezcla de sorpresa y temor, de paz y guerra perpetuas, armonía y discordancia sin fin, cuando se advierte que el animal que uno tiene al lado también respira, al oír su respiración, cómo inspira y expira una columna sonora, casi pesada, de aire caliente. El ejercicio espiritual obligado es acompasar el ritmo de la respiración hasta formar un solo soplo, ascendente y descendente,  mientras se sueña con un único, aunque multiforme, hálito vital, de los pasajeros quiescentes del planeta Tierra.

IX

Ante la mera idea del abandono no podía decir palabra, a punto de llorar, garabateó como pudo unas frases en una servilleta de papel: "Cuando estaba acariciando a la gatita me ha parecido ver dos lágrimas de cristal en sus ojos. No puedo decirlo". En aquel momento, supo con certeza que ella ya no abandonaría a la cría de gato de tonos marrones, demacrada, sucia, que sostenía en los brazos; el apego era mutuo, porque el diminuto animal, muy delgado, se aferraba como si aquella presencia humana, hasta entonces, desconocida, fuera la única esperanza de salvación, la cálida intimidad de sus sueños.