VII

Al despertar, se encontró con que el gato le miraba fijamente a los ojos, desde el borde de la sábana; inmóvil, sin pestañear, con la concentración que sólo un depredador puede tener, escrutaba su rostro como si intentara desentrañar el mayor de los misterios, sondear las profundidades del alma, cazar hasta el último de sus pensamientos y su sueño más oculto. Comprendió que en nuestra ausencia, cuando miramos a otro lado, hay otros mundos, se celebran fiestas concurridas a las que nunca asistiremos, rituales secretos olvidados. Vidas paralelas contemplan la vida del hombre, no sin asombro.

VI

Una pequeña garrapata, aterida por el frío, intenta clavar inútilmente su cabeza en el dorso de la mano, promesa de un refugio bajo la piel, surcado por fluidos dulces y calientes, rojo sangre celestial.

V

Naturalmente es una palabra difícil, que conviene evitar; no hace referencia a un dato ni admite representación, a no ser como experimentum crucis de una renovación continua, prueba de vida. Todo lo representable, cualquier imagen idílica, no es natural, es ajena a la realidad profunda, aunque próxima y omnipresente, de cosas y criaturas. 

IV

De la imagen arquetipo de la serpiente que se muerde la cola a la imagen real del perro que se la destroza, cuando su única salida es la autodestrucción, está toda la diferencia entre el ciclo impensable de la NATURALEZA, despiadado pero REAL, y el paraíso artificial de la CIVILIZACIÓN, aniquilador pero IDEAL, orden de líneas claras y definidas, limpio y pulcro hasta la náusea. En un lado se vive y se muere, muchas veces de forma atroz; en el otro, ni se vive ni se muere, y apenas se respira, estancamiento vital, exudado blanquecino formado por millones de glóbulos blancos muertos. 

III

Irene de pelo rubio, mirada inquieta, acaba de llegar del este, apenas habla el idioma; tiene un perro, Max, si es que los perros se pueden tener, por el que daría la vida, único consuelo y punto de contacto con la realidad. En el trabajo hace de todo y de nada, recién llegada, extranjera, cualquiera se cree con derecho a decirle lo que tiene que hacer; no sabe en realidad cuál es su verdadera tarea, qué hace allí, siempre a disposición, a la espera de recibir la siguiente orden. Cada mañana, al levantarse para ir a trabajar, rompe a llorar; saca un pañuelo, enjuaga las lágrimas y se viste. A Max no le gusta estar solo, menos todavía encerrado; su juego favorito para distraerse es intentar atrapar la cola, que es lo más bonito que tiene. Al mediodía, Irene tira a la papelera el papel que envuelve el bocadillo, cae sin hacer ruido; se incorpora, vuelve a lo que estaba haciendo. Por la noche, de vuelta a casa, al abrir la puerta, oye una extraña mezcla de gritos de dolor y aullidos de pánico; luego lo VE, no puede menos que verlo, el pasillo, las paredes llenas de sangre, Max como enloquecido, que no para de dar vueltas mientras se muerde la cola hasta llegar al hueso. Nada parece calmarlo. Irene le pone la correa, lo saca a rastras por las escaleras; el perro no para de aferrarse a la cola con rabia y desesperación, poseído por una furia de origen desconocido. Desde su casa a la portería queda un reguero de sangre caliente, formando curvas irregulares, salpicadas de jirones de pelo; salen a la calle, empieza a llover, lo arrastra como puede, sigue clavando sus dientes, arranca trozos de carne. A medida que avanzan, los regueros de sangre, agua y barro señalan el camino realizado hasta que llegan al veterinario. Opina que sólo hay dos soluciones para este caso: administración de fármacos antidepresivos o amputación de la cola. La chica del este, desencajada, siente como la ponzoña gris de la vida humana la inunda de arriba a abajo y baña por igual a personas y animales, hasta que la infección barre la tierra que tiene bajo sus pies.