XLVIII

El plan que ordena la vida cotidiana, el pasar de los días, no sólo condena a la mayoría a una existencia triste y precaria sino que tiene la perversa cláusula añadida, en letra pequeña, de la vigilancia mutua y la servidumbre compartida. Un guarda de seguridad, con chaleco amarillo, entra en el vagón acompañado de un perro guardián, medio adormecido y con la cola baja. Se sientan en un rincón apartado. La postura de los dos es una mezcla de tensión y agotamiento. EL hombre desenvuelve el papel de su comida, como un autómata, bajo la atenta mirada del pastor alemán. Entonces, y contraviniendo las ordenanzas, saca el bozal del perro, lo deja en el suelo, y empieza a darle de comer de su propia comida mientras lo acaricia. La escena es otra. Una oleada de felicidad indisimulada se apodera de ellos. La cara del guarda se relaja, cobra viveza, ya no está trabajando; la faz del animal se transfigura, vuelve a la vida, ya no es un esclavo, es un perro. Por unos momentos, la relación se libera de las cadenas imaginarias y reales; el animal cree que vuelve a ser libre, que todo ha acabado, nunca más llevará un bozal ni tendrá que arrastrar día tras día su cuerpo por andenes sucios y vagones malolientes. No va a volver a la perrera a intentar recuperarse para la mañana siguiente, privado de todo contacto. Se acabará una vida donde reina la luz artificial y el aire viciado. Ya huele el viento. Es un espejismo. A la que se acaba la comida, le vuelve a poner el bozal; todo sigue igual. Vuelven al trabajo. El guarda jura cada noche, al poner la cabeza en la almohada, que cuando se acabe todo, sacará al perro de la perrera cómo sea y sin importarle las consecuencias. Se lo debe. Correrán juntos por el campo hasta caer rendidos y rodarán por el suelo; chapotearán en el agua y se tumbarán al sol. Ya puede verlo.