XLIII

Acorralado por una jauría de perros, sin nada que perder, el gato decide vender cara su vida y plantarles cara. Arquea el lomo, eriza el lomo y la cola, para aparentar mayor tamaño, y se revuelve como si estuviera poseído por el demonio hasta que le parten el espinazo, a la altura de la nuca, de una dentellada. La explosión de energía queda reducida a un muñeco sin vida que arrastran por el suelo. Los perros recordarán la pelea largo tiempo y les quedarán para siempre las señales del enfrentamiento en su propia carne, marcas profundas de un adversario invencible en su derrota.