LIV

El saber no es (una) experiencia; en cuanto mathesis universalis, bajo la égida de los conceptos, los datos y la información codificada, sólo se ocupa de lo general, y sirve para lo que sirve, para controlar y dominar el mundo, para hacer uso de las cosas. Antes que no ocupar lugar, ocupa los lugares y satura la percepción, la neutraliza. Es una empresa de dominio, de nivelación del horizonte, y tanto da hablar a este respecto de ciencia, discurso o mera opinión, son totalmente homologables e intercambiables. La experiencia es algo muy distinto, como mathesis singularis, conocimiento en el filo de la paradoja, sólo existe en singular, para el singular y acerca de las singularidades. No tiene aplicación práctica ni responde a un interés teórico de abstracción, conocimiento inútil, tan insignificante como esencial. Toda idea preconcebida, cualquier supuesto saber debe despertar desconfianza; más todavía si se refiere a otros seres vivos de los que en el fondo no sabemos nada, menos todavía los especialistas. Es un lugar común creer que a los gatos no les gusta el agua. Mejor habría que decir que no les gusta que les mojen. Por lo demás, sienten una fascinación innata, similar a la de los niños, por esta extraña materia transparente, huidiza, plástica, fría al tacto, saciante, que resbala por su paladar. Cada gato afronta la experiencia de una forma diferente, según su estilo y carácter. Uno espera con expectación y alegría contenida, como si estuviera a punto de asistir a un milagro, que el agua surja del extremo de la manguera, y corra por el canal en la tierra; todo seguido se cerciora de su existencia, tocando fugazmente la superficie. Sí, está mojada, está húmeda. El entusiasmo continúa cuando proyecta un chorro de orina, pulveriza los matorrales cercanos. Se oyen caer algunas gotas, el tintineo en el agua. Es la respuesta adecuada, en la misma escala de realidad, dentro del diálogo con el líquido elemento. Otro, más comedido, prefiere seguir el viaje de las pequeñas hojas, las briznas de hierba, sobre el agua; va detrás de ellas, las persigue, presa de la fascinación, de cuando en cuando se para en el recorrido para contemplar el paso de los objetos flotantes, como un niño ilusionado que asiste a la partida de los buques mercantes en el puerto, o que se conforma con seguir los barcos de papel en el riachuelo. El momento culminante es cuando las hojas, las semillas, quedan atrapadas en un remolino. No paran de moverse, pero no avanzan. Mira con atención mientras intenta resolver el enigma. Otro, incluso, bebe a sorbos, se detiene un momento, continúa, saborea el agua, gourmet experto; a ratos, combina la degustación con toques delicados, mediante las almohadillas plantares, de las partículas vegetales que flotan, la curiosidad le impele a investigar esta extraña presencia móvil, fugitiva, a confirmar su simultánea aparición y desaparición. Sí, está ahí; no, ya no está. Por último, otro todavía, disfruta hundiendo las cuatro patas en el agua, hasta casi tocar el vientre; en esta disposición, medio cuerpo fuera y la otra mitad dentro, remonta el curso de las aguas cristalinas, para llegar a la fuente, al origen de todas las cosas, a modo de profeta bíblico que camina entre dos mundos, a cargo de un pueblo errante, en busca de un nuevo comienzo. Nada de esto es generalizable.