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La naturaleza compone cuadros improbables, es una composición heterogénea de elementos vivos dispares, convocados en extrañas escenas que responden unas a otras, a modo de drama vital en innumerables actos. El enigma no está oculto, ni mucho menos,  es visible, aunque de difícil respuesta. Un gato negro y blanco, de músculos poderosos, lleno de energía, sube por las ramas de un árbol, a toda velocidad, hasta alcanzar el límite de la copa, la cúspide. Se detiene unos instantes, de perfil, para contemplarse a sí mismo y regocijarse de su potencia. Está satisfecho; ha subido hasta lo más alto. Al mismo tiempo, un cuervo levanta el vuelo y pasa, en la distancia, justo en la horizontal del gato, detrás suyo; el gato oye el batir de las alas y gira la cabeza para contemplarlo. Sus miradas coinciden en un instante de eternidad; una conexión universal chisporrotea entre los dos como electrodos sumergidos en el agua. El cielo se ilumina. Forman parte de un mismo escenario, pero es como si vivieran en mundos incomparables, alejados por millones de galaxias. La escena se acaba; el cuervo desaparece. El gato mira de nuevo al frente. Ahora toca bajar. Tan rápido como pueda. Más que al subir.