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XII

La niebla era tan espesa que casi amortiguó el sonido; un lento batir de alas, seguido de una voz metálica y desapacible, anuncia la llegada de una pareja de cuervos. Aunque cautelosos, descienden al valle desde las altas montañas y se posan cerca de las zonas habitadas. No es un signo de mal augurio, es la buena nueva, la bienaventuranza, a la altura de la paloma con la rama de olivo en el pico, de que no todo está perdido. Un movimiento en falso desencadena la alarma, un crack-crack-crack, rápido y duro; la pareja de por vida, negro brillante, remonta el vuelo y vuelven a penetrar en la niebla, más allá de los límites del hombre, donde reina lo inimaginable. El observador que necesita mirar a las estrellas para imaginar otras formas de vida, manifiesta un cansancio, una falta de aprecio, un desapego, que no valora en su justa medida el mundo que habita; no hace falta más que mirar alrededor para ver tierras incógnitas por todas partes, territorios inexplorados, maravillas hasta colmar la vista, incluso en los lugares más degradados, bajo la amenaza de una destrucción definitiva, en las calles más grises y lóbregas, regalo para ojos febriles, cegados por la infinitud. Cualquier ser vivo es más desconocido que la galaxia más lejana; las criaturas terrenales son extraterrestres por derecho propio.