El predador lee el alma de la presa, en cierto modo, la conoce mejor que ella misma, cada movimiento, cada gesto, las miradas de reojo, los titubeos, no se le escapa detalle; entabla una relación íntima que culmina y, a la vez, concluye, cuando la captura y devora. Esta "empatía" absorbente, unidireccional, a veces muestra atisbos de redención, incluso de reversión. Después de que el gato lleva un tiempo jugando con alborozo, corriendo de una lado para otro, y lanzando por los aires un petirrojo muerto, para un momento, se gira y emite una especie de lloriqueo, como un niño que se lamenta por un juguete roto, como si rogara, esperara que le insufláramos de nuevo la vida, le diéramos vida de nuevo para reiniciar el juego de la fascinación y la captura. Antes estaba mejor. Le gustaba más cuando estaba vivo. Había una auténtica relación, una complicidad, una sincronía, embebimiento de las almas en una fuente común. No quedaba nada de eso. El gato lloriquea. Es que no ves que ya no está aquí. Haz algo. - No puedo hacer nada. Lo has matado. - No quería hacerlo. - Da igual. El exceso de intimidad lo ha matado. - No ves que no es lo mismo. Haz que vuelva. - ¿Para qué? ¿Para cazarlo de nuevo? - Quizás, esta vez será diferente. Mira al gato. Espera una respuesta. La alegría se ha convertido en desánimo, desilusión. Dirige la atención a otra parte El cuerpo inerte del pájaro queda tendido en el suelo.
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