Un grupo de perros de diferentes razas y tamaños, mezclados con gatos atigrados y uno blanco, recorren un campo entre las hierbas y los matorrales; ahora se juntan, se saludan, después se separan, cada uno a lo suyo, olisqueando, buscando, pero siempre juntos. Conviven sin mayor problema que alguna que otra pelea ocasional, sin consecuencias, lindante con el juego. Cuando se acercó a ellos, se alegraron de volver a verlo, rápidamente vinieron a verle, tenían que saludarlo. Cada uno en su estilo. El perro grande puso sus patas en su abdomen; el pequeño danzaba a su alrededor como una mariposa y pedía atención. Los gatos maullaban, se enroscaban en sus piernas. Saludaban porque sí, sin más, porque no había ningún motivo para no hacerlo. Eran felices de estar aquí, de estar todos juntos, y ahora también de estar con él. Querían extender su felicidad, compartir la inconsciencia de estar alegres sin saber por qué. Era un día de fiesta; todos los días eran una fiesta. Alguien debería darse cuenta de que esta abertura incondicional, transparente, es el ofrecimiento de (una) relación, la generosidad de querer ser con los otros en lugar de contra ellos, más allá de cualquier interés. Querer la RELACIÓN como algo bueno, el bien en sí, antes que nada. El hecho inexplicable de alegrarse de ver a otro, algo conmovedor y milagroso, ratifica, da fe, del poder de la relación, la entrega como acto vital. No es posible sino dar gracias por este mundo y maldecir al mismo tiempo a todos y cada uno de los que lo han convertido en un infierno sin llamas, que consume todo lo que toca, mientras se apaga lentamente, muerte fría. El silbido ahogado de la ceniza se oye entre el crepitar del fuego. La salvación espera a las puertas del saludo confiado, sin reservas, del niño y el animal. Los animales del pesebre, en torno al redentor, no cumplen otra función; la verdadera ofrenda no son los presentes de los reyes, sino la mirada limpia de los animales del establo y el recién nacido. El niño dios es el dios de las cenizas.
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